A veces los piquetes llegan sin avisar. Cuando te das cuenta ya están ahí, en el tobillo, justo entre el zapato y el borde del pantalón, en el único espacio de piel que quedaba al descubierto. O en la cintura. ¿Cómo le hacen las diminutas arañitas para llegar ahí? Nunca las ves, pero dejan su huella.
Otras veces los provocamos. Eso me pasa con cierta frecuencia por andar invadiendo el espacio vital de las abejas. Hace tiempo estaba yo cosechando lavanda, cantando a voz en cuello, aprovechando que nadie podía escucharme. En la lavanda siempre hay abejas, porque les fascina su néctar, y por lo general no molestan a nadie, pero tienen su límite. Como les he contado, cosechamos la lavanda a mano, eligiendo la flor madura y cortando una a una con una porción considerable de tallo para poder colgarla a secar. Con la mano derecha cortas y en la izquierda vas formando un ramillete, hasta que la cantidad es suficiente para atarla y depositarla en la canasta o la carretilla. El problema fue que en esa ocasión andaba escasa de mecate, por lo que hacía unos ramos gordos, gordos, que ya casi ni me cabían en la mano. Entonces hubo una abejita a la que le pareció que yo estaba abusando y que su suplemento estaba en peligro, por lo que sin anuncio previo y con riesgo de su vida, clavó su aguijón en mi dedo medio y me dejó una hinchazón y un dolor que me llevó a dudar de mi amor por la apicultura.
Para entonces ya estábamos destilando aceite esencial, por lo que de inmediato corrí a la mesa en la que lo tenemos siempre a la mano, y apliqué una gota sobre el piquete. El sembradío de lavanda está a unos cincuenta metros de la casa, y para cuando llegué al interior mi dedo ya tenía el doble de grosor, un enrojecimiento considerable y un dolor digno de emplear las palabras que mis padres me tenían prohibidas. Así de rápida es la reacción. Pero debo decirles que igual de eficiente resultó nuestro aceite de Lavanda. En cinco minutos el piquete se había hecho diminuto y la molestia había desaparecido.
La experiencia en carne propia (literal), me llevó a buscar una presentación que facilitara la aplicación directa en las lesiones, sin desperdiciar el preciado líquido, y así desarrollamos el roll-on del que estamos tan orgullosos.
La oportunidad de probarlo llegó con nuestros pininos en apicultura. La semana que recibimos los cajones para las abejas, el ansia por documentar el hecho me llevó a sacar la cámara y tomar fotografías como si estuviera siendo testigo del hundimiento del Titanic. Según yo estaba a una prudente distancia y sirviéndome de un buen telefoto, pues las abejas recién trasladadas suelen ser agresivas. Lo que no pensé es que, mientras ves por la mirilla de la cámara, pierdes idea de lo que sucede a tu alrededor. Me acompañaba un amigo igual de entusiasmado que yo, pero mucho más juicioso. “Se están acercando”, me dijo. Pero yo lo ignoré. “¡Cuidado!”, me advirtió, pero yo soy necia. Hasta que el ejército cayó sobre mi cabeza (desde entonces siempre salgo con sombrero) y se ensañó con mi cráneo. Entonces sí salieron de mi boca palabras altisonantes, y la cámara se balanceó colgada de mi cuello al ritmo poco elegante de mi huida del lugar.
Antes de comenzar con la aventura de la miel, nuestro amigo Carlos, consagrado apicultor, nos había instruido sobre las medidas a tomas en caso de una picadura. La reacción instintiva es retirar el aguijón que queda clavado en la piel, con lo cual lo que hacemos es inocular el veneno pues el aguijón es como una especie de jeringa que tiene en su extremo superior (el que queda fuera de ti) una bolsa en la que se guarda su toxina. Al oprimirla entre el pulgar y el índice, como tendemos a hacerlo, exprimimos esta bolsa y prácticamente nos inyectamos la ponzoña, empeorando las consecuencias. Lo que hay que hacer es retirar el aguijón desde la base, empujando en sentido contrario al que siguió al penetrar en la piel, cuidando de no oprimir esta bolsa. Así lo hice con tres o cuatro de los piquetes que logré encontrar entre mi frente y el nacimiento del pelo. Acto seguido apliqué en cada uno un poco de roll-on de lavanda y… ¡Santo remedio! Al rato no podía encontrar el rastro de la lesión. Pero apenas un par de centímetros más adentro, una abeja había logrado atravesar mi “hermosa cabellera”, en un lugar donde no alcancé a revisar. El dolor y la inflamación que dejó esta única agresión no atendida me permitió comparar lo que habría sido de mí si no hubiera contado con mi mágica lavanda.
Hace apenas unas semanas, mi marido caminaba descalzo por la terraza contra todas sus costumbres, y en su distracción pisó una pobre abejita que yo no sé qué hacía en el piso. ¡Aaaayyyy!, gritó como desaforado. Cojeando llegó hasta mí como niño pequeño para aplicar el mismo tratamiento que habíamos empleado con mi frente. Por la tarde le pregunté cómo iba del piquete. ¿Qué piquete? Me contestó.
En el caso de piquetes más simples, como los de moscos o arañitas, basta con aplicar la lavanda con el roll-on y la molestia desaparece casi de inmediato. No lo digo yo, lo dicen los que lo han usado…. Y si no me creen, pregúntenles.
Éste es sólo uno de los usos que podemos darle a esta presentación de aceite de lavanda, tan pequeña, práctica y eficaz que querrás llevarla contigo a todos lados. Pronto les cuento de otros usos maravillosos.
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