Cuando llegaron los españoles a este lado del Atlántico, se sorprendieron, entre otras muchas cosas, por lo diferente que encontraron los campos de cultivo y la alimentación de “los naturales”. Para empezar, “el pan que consumían provenía de un género diferente”, pensando que el maíz era una variedad del trigo. ¡Hágame usted favor! Claro, no tenían referentes. “Crímenes son del tiempo, y no de España”, decía mi mamá. Pero también les llamó la atención la variedad de alimentos que se producían en el mismo espacio de cultivo. Pronto aprendieron que a este lugar se le denominaba milpa.
Cualquier mexicano conoce el término, aunque no necesariamente lo que significa. Muchos pensamos que se refiere al cultivo del maíz, pero va mucho más allá. La palabra náhuatl milli significa campo o parcela sembrada; pan tiene, como todo lo náhuatl, dos acepciones, y ambas aplican aquí: la primera es “sobre” o “por encima” y la segunda, más difundida, “lugar donde abunda”. De donde (diría mi maestro de matemáticas) milpa quiere decir campo donde abunda la siembra… más o menos. ¿Dónde ven ustedes que se hable aquí de maíz?
La milpa el lugar donde se cultivan, en alegre y pacífica convivencia, una gran variedad de especies alimenticias. Desde luego, la sagrada trilogía de la alimentación mesoamericana, maíz, frijol y calabaza, pero también tomates, chiles, quelites, quintoniles y lo que crezca en la zona. Como todo lo que deriva de una tradición, la milpa ha sufrido transformaciones y se ha ido adaptando a las condiciones de cada lugar, conservando su esencia a partir de un conocimiento que se transmite de generación en generación.
El campesino mexicano parte desde el amanecer a laborar en la milpa, si tiene suerte, después de tomar un café, pero muy probablemente con el estómago vacío. A media mañana aparecen las mujeres con el almuerzo, y a seguirle dando, bajo el sol abrasador y sin factor de protección. Pero la cosecha demuestra una y otra vez que el esfuerzo valió la pena.
La milpa satisface las necesidades básicas de una familia, proporcionando una alimentación variada, sana y suficiente para una familia: cereal en el maíz, fibra y vitaminas en la calabaza, el tomate y el chile, proteína en el frijol. Quizá por eso los aztecas gozaban de mucha mejor salud que los españoles en tiempos de la conquista. (Eso y que no tenían viruela, pero luego vino el diablo y todo se echó a perder).
Contra la idea de que el cultivo del maíz consiste en sembrar, rezar para que llueva y luego cosechar, el trabajo, el beneficio y la oferta están presentes todo el año. Desde las primeras flores de calabaza (¿Qué tal unas quesadillitas… sin queso?), hasta los últimos granos de maíz, que se dejarán secar y se conservarán para la próxima siembra, se pasa por los quelites de todo tipo, las calabazas, el ejote (hay quien consume incluso los tallos tiernos y las flores del frijol), y el frijol, primero tierno y luego seco, junto a chiles de más de 300 variedades, tomates y jitomates, hasta llegar a la tortilla. Esto sin contar con el forraje que se aprovecha para la alimentación de los animales que conviven con la familia.
En relación con la ecología, me encuentro con opiniones muy diversas e incluso contradictorias. Para no comprar discusiones ajenas, diré sólo que sus partidarios hablan de equilibrio y diversidad, mientras sus detractores se quejan de la deforestación que implica.
Dejando atrás esta controversia, voy a sugerir otra. Digo, porque estar todos de acuerdo en lo mismo resulta muy aburrido.
Se trata de esa maravilla de la gastronomía mexicana que es la sopa de milpa. Controversia digo, porque como en todos los platillos tradicionales, cada familia asegura contar con la “auténtica receta original”, cosa que no existe, pues ¿quién fue el primero en cocinarla? ¿Dónde? ¿Cuándo? Los poblanos la llaman sopa poblana, pero en Atlixco afirman que es la “tradicional sopa atlixqueña”, ¡cómo no! y en la casa chilanga de mi infancia se le conocía simplemente como sopa de flor de calabaza. Algunos le ponen jitomate y otros solamente caldo de pollo; unos dicen que lleva cuadritos de queso y otros no; hay quien alega que los champiñones sobran… Así nos gusta discutir a los seres humanos. Pero con el nombre que quieran y la variedad que prefieran, yo les voy a compartir la receta de la sopita de milpa que comemos aquí en Huerta San José.
SOPA DE MILPA
INGREDIENTES:
(La cantidad depende de lo que se consiga, básicamente, y de cuántos caerán a comer, así que ahí le van calculando)
Flor de calabaza (toda la que puedan, es el ingrediente principal)
Calabaza tierna cortada en cuadritos.
Rajas de chile poblano (asado, desvenado y rebanado “en julianas”)
Champiñones rebanados
Granos de elote blanco, tierno.
Jitomate saladet
Cebolla
Caldito de pollo “el necesario”
Sal y pimienta al gusto
MANERA DE PREPARARSE.
Mi mamá daría la receta empezando por decir: “cuando vayas al mercado, le dices al del pollo que quieres…”, siguiendo por la descripción precisa del tamaño y peso que debe tener cada olla, y cuántas avemarías hay que dejar que se cuezan las calabazas. Yo solamente les voy a platicar cómo la hago.
Comencemos por el caldillo. Yo pongo a cocer una pechuga de pollo con todo y piel, y de ser posible un guacal adicional (el hueso le da mucho sabor), con el elote entero y una o dos zanahorias, además, claro, de la cebolla, la sal y lo que acostumbren ponerle. El pollo y la zanahoria servirán más adelante para cualquier otra cosa. El elote nos proporcionará los granos para la sopa, pero cocerlo en el caldo con todo y olote enriquece mucho el sabor.
Ya tienen su caldito. Es buena idea colarlo y dejarlo enfriar para retirar la grasa.
Mientras se hace el caldo, voy preparando la mise en place, como dicen los chefs, es decir, tener lavados, picados y listos todos los demás ingredientes. Lo más latoso es asar, pelar y desvenar los chiles, pero después ya solo hay que cortarlos en rajas y “reservar”. A la flor de calabaza, bien lavada y escurrida, se le quita la base que tiene unas espinitas diminutas y se rebana en julianas. Mi amiga chef me enseñó la técnica del chiffonade, muy práctica para esto (pregúntenle a ella). Corto las calabazas en cuadritos y rebano los champiñones. Cuando el elote está cocido, lo retiro del caldo y lo desgrano… ¿Me falta algo? Espero que no.
En casa nos gusta el caldillo con jitomate, y el puré comprado en el supermercado sabe a lata, así que mejor pongo a cocer unos cuantos jitomates (el saladet tiene mejor sabor) en un poco de agua. No mucho tiempo, sólo a que la cáscara empiece a desprenderse. Entonces lo licúo todo, pulpa, cáscara y semillas, prácticamente sin agua, y lo cuelo.
En una olla grande pongo un poco (¡muy poco!) de aceite de maíz, y ahí doro la cebolla picadita o en julianas, como la prefieran. Cuando se ponen transparentes agrego un poco de sal de ajo, pimienta y el puré de tomate que acabo de hacer. Lo mezclo bien y lo cocino, primero a fuego alto, hasta que empieza a hervir, y luego a fuego lento, un buen rato, moviendo constantemente, hasta que se ponga “chinito” (No sé cómo explicar esto. Así decían mi mamá, mi abuela y mis tías…), es decir, hasta que está bien sazonado. Seguramente ustedes tienen su propia receta para el caldillo de jitomate, yo solo les platico cómo lo hago yo (Conste que estoy revelando todos mis secretos). Cuando este puré de jitomate está listo, puedo agregar el caldo y el resto de los ingredientes: Calabaza, flor de calabaza, rajas de poblano champiñones y granos de elote.
Lo siguiente es esperar a que la calabaza esté cocida. Todos los ingredientes se cuecen rápido, y si lo dejamos mucho tiempo, la verdura agarra una consistencia aguada no muy agradable. Cuando la calabaza cambia de color, los demás ingredientes estarán listos también.
Servir caliente, en mesa bonita y con comensales agradables. Mantener la conversación en tono amistoso, aderezar con risa y disfrutar lentamente.
Buen provecho.