En enero de 2020 iniciamos este blog, con la intención de promover la Huerta y sus productos. Todo el mundo sabe lo que siguió. En marzo, los planes del mundo entero habían cambiado. Decidimos entonces no abandonar el blog, sino darle un giro más humano, convirtiéndolo en un pretexto para reflexionar sobre diversos temas, a partir de la Naturaleza y la producción agrícola como una metáfora de la vida. Tras más de cien artículos publicados, decidimos que era el momento de detenernos y replantear muchas cosas. Nada original, estarán pensando, y en efecto, una gran parte de la Humanidad (por desgracia no toda) tuvo la misma idea.
En fin que, un año después de esa pausa, aquí estamos de nuevo, aunque, a decir verdad, no suficientemente renovados. Un reto reciente (y la invitación de mis tres amables lectores) me llevó a decidir reiniciar esta práctica, desde luego sin prometer la frecuencia semanal de aquellos tiempos, por muchas razones, desde la falta de tiempo hasta el temor de aburrirlos. He aquí lo que sucedió:
La pandemia no ha terminado, a pesar de lo que muchos piensan, pero gracias al esfuerzo de médicos y científicos, el rigor aislacionista se ha relajado, lo que nos permitió visitar con cierta frecuencia la Ciudad de México y otras entidades, y retomar la convivencia con amigos y familiares. Tras una de esas escapadas, regresamos a la Huerta a tiempo para recibir a un grupo de queridos amigos y colegas. En nuestras andanzas habíamos descubierto un delicioso vino de miel que pretendíamos convertir en algo así como el coctel de bienvenida de Huerta San José, agregando al preparado una flor de lavanda, que equilibra fabulosamente el sabor. Salí pues al jardín para recolectar las flores. Necesitaba únicamente ocho de ellas. En el primer bloque de cultivo me encontré con que no había ninguna. No recordaba haber pedido que se cosechara, pero pensé que por alguna razón se había hecho. Seguí con otro bloque y otro más… Las pocas flores que podían apreciarse eran enanas, estaban dobladas, de un color café enfermizo, como si se hubieran quemado o muerto antes de poder madurar. Entre poco más de 2,500 matas de lavanda, difícilmente pude encontrar las ocho tristes florecitas que requería mi preparación.
Entre el asombro y la tristeza, pensé que me había mareado, pues sentía que las plantas se movían como olas mal sincronizadas. No había viento que explicara esto, así que me acerqué a mirar con más cuidado. Descubrí entonces que no había abejas alrededor, que suelen revolotear sobre la lavanda en su incansable labor, pero en cambio había unos bichos extraños, en cantidad pasmosamente abundante, que no había observado anteriormente, pues su color es de un verde muy similar al de las hojas. “Seguro eran grillos”, me dijo todo el mundo, y lo mismo pensé yo, pero estos bichitos tenían sobre su espalda una estructura similar a la de un casco de la Primera Guerra Mundial. Fueran lo que fuesen, algo muy malo estaban haciendo con nuestra lavanda. Los fotografié y comencé a preguntarle al señor Google qué eran aquellos invasores.[1]
Sintetizando (y simplificando) el resultado de la investigación, que evidentemente de Internet saltó a las ingenieras agrónomas (curiosamente todas las que consulté eran mujeres), te diré que se trata de una chinche de poco más de dos centímetros de longitud, que chupa la salvia de la planta, y al picar inyecta una sustancia que licúa y pre-digiere los tejidos circundantes, lo que deriva en la muerte del tejido vegetal.[2]
¡Absolutamente todo el cultivo de lavanda estaba infectado! En ese momento no sabíamos si, al chupar, transmitía algún tipo de virus dañino, como lo hacen tantos otros insectos.[3] Teníamos que detener la masacre, pero no podíamos emplear insecticidas, pues éstos matarían a las abejas, que son la prioridad de la Huerta.
Comenzamos por cortar todo el material vegetal que se veía enfermo, y quemarlo para eliminar cualquier agente patógeno que pudiera contener. Inmediatamente procedimos a aplicar un caldo orgánico que contiene azufre agrícola y cal. Tiene su chiste, porque hay que prepararlo en tambos de 200 litros, en una proporción precisa, y luego rociarlo sobre todo el cultivo, cargando a la espalda una mochila de aspersión de 20 litros. Esto se hace muchas veces, hasta que todo esté cubierto. ¿Ya se cansaron? Bueno, pues después de que esto le da fortaleza a la planta para resistir, hay que invitar a las chinches a retirarse, sin insecticida para no dañar a las abejas, para lo cual se vuelve a rociar todo el cultivo con un caldo que contiene ajo, cebolla, tabaco, chile, clavo y jabón Roma. Si les parece que esto debe saber horrible, las chinches opinan lo mismo y buscan otra fonda, pero claro, lo primero que encuentran son tus propias plantas, a las que no se te había ocurrido curar porque no estaban ahí, o sea, a tus árboles frutales. Así que, a empezar de nuevo. Finalmente los bichos se han marchado, muy probablemente a la huerta del vecino, de donde venían huyendo inicialmente porque él sí aplica insecticidas. Entonces hay que curar a la planta, aplicando un hongo benigno (trichoderma), que viene siendo algo así como un antibiótico orgánico para la plantita. Lo siguiente era esperar para ver los resultados…
La buena noticia era que las abejas seguían llevando alimento a sus cajones. La mala era que todo el cultivo se veía dañado. Nos marchamos a celebrar las fiestas de fin de año con la familia, sin saber si a nuestro regreso seguiría habiendo lavanda. Varias de estas fiestas, por cierto, tuvieron que ser canceladas por contagios de SarsCov-2. Esto no se acaba hasta que se acaba. Así, entre fiesta y virus, nos preparamos para lo peor, abiertos a la posible necesidad de cambiar de giro, dejando ir un cultivo que había dado sentido a nuestro esfuerzo durante tantos años. La Huerta descansó de nosotros y entró en el letargo tan necesario que conlleva el invierno. Las estaciones por aquí son muy claras.
Regresamos al campo esta semana. Era ya de noche, y no podíamos apreciar el estado de la Huerta, pero al amanecer, corrimos a recorrerla. El daño es innegable, pero no letal. Muchas plantas se perdieron, pero otras comienzan a producir débiles florescencias que anuncian una recuperación. La vida vuelve a nosotros.
La vida vuelve, pero nunca será igual. No debe ser igual, pues no tendría sentido lo vivido. Si bien el esfuerzo parece haberlo tenido, no podemos obviar lo que este tiempo tan particular nos ha dejado a todos. Hace tres años íbamos con todo, y la Naturaleza nos encendió un semáforo en rojo (ya hace tiempo que venía estando en un amarillo muy encendido). Hoy parece que renacemos, aunque aún hay camino por andar, pero las vidas perdidas, la conciencia de nuestra vulnerabilidad, el aislamiento y la solidaridad, que también la hubo, los esfuerzos sanitarios, el trabajo heroico del personal de salud, el aprendizaje, el salto cuántico de conocimiento y tantas otras experiencias y lecciones, invitan a replantear la senda que queremos recorrer. Me mata la curiosidad por saber qué hará la Humanidad con todo esto. A nivel personal, no es el espacio para exponerme, pero queda claro que la vocación de la Huerta va mucho más allá del cultivo. Es un espacio para refugiarse, encontrarse, alimentar y sanar alma y cuerpo, compartir y convivir. Regresamos a la razón de ser planteada en nuestra filosofía desde el día que concebimos esta aventura. Ahora sigue reestructurarnos para poder ofrecer este milagro que es la experiencia de Huerta San José a todos nuestros amigos.
Seguiremos informando.
[1] Tomé las fotos con mi teléfono, y son francamente malas, así que me permití bajar las imágenes de la chinche de Internet. Omito el crédito específico porque en su mayoría se trata de imágenes que están repetidas en varias páginas y no señalan autor. [2] Su nombre científico, si mi identificación fue correcta, es Nezara viridula, y se trata de un hemíptero perteneciente a la familia de las Pentatomidae. [3] Piensa por ejemplo en el mosquito que trasmite dengue, zika y chikungunya