Aún antes de amanecer, comienza el canto de las aves que anuncia la aurora. Los primeros rayos de sol se cuelan entre la cortina y el alféizar y la vida llama a recomenzar. El aroma del café se mezcla con el romero y la lavanda, y la explosión de colores estimula los sentidos produciendo los neurotransmisores que necesitaremos para enfrentar el día.
No hay que correr para alcanzar el transporte o sobrevivir al tráfico mañanero, respirando diesel y contaminación en forma de partículas mortales. El horario está regido por el sol, y no por un instrumento inventado por la neurosis de algún obsesivo. Y si llueve, en lugar de calles y atarjeas inundadas tendremos verdor y vida.
Así transcurren los días en la paz del campo. Todo lo que hay que hacer es planear la siembra, preparar la tierra, lavar los almácigos, sembrar el siguiente cultivo, trasplantar el que ya va creciendo, regar y desyerbar el que madura, construir trampas, túneles y carpas, reparar el invernadero, podar el pasto y los árboles frutales, cosechar romero y lavanda, picarla y llevarla al taller, recoger la fruta madura, retirar las hojas secas o marchitas de la hortaliza, escoger la lechuga y las zanahorias para la comida de medio día, aprovechar para hacer un aclareo y retirar caracoles, agregar tierra a los cajones de papa, zanahoria y cebolla, obtener semilla de las flores de arúgula, detectar túneles de tuza, remover la composta, tutorear los tomates, y cosechar los chiles. Por la tarde podemos tranquilamente destilar lavanda o romero, o producir humectantes, aromatizantes y repelentes; envasarlos y etiquetarlos, (la semana anterior dedicamos varios días a diseñar y conseguir envases, que se cuentan entre los productos que más han escaseado en estos tiempos), y luego sólo hay que promoverlos, distribuirlos, cobrarlos. En los ratos libres puedes escribir un blog y tomar fotos para ilustrarlo, y por las tardes, despedirte del sol con una visita rápida y prudente a las colmenas para asegurarte que las abejas están sanas y produciendo.
Claro, no todos los días son iguales. Lunes y martes por la mañana entra el riego, por lo que hay que abrir y cerrar esclusas, destapar acequias, instalar mangueras e ir dirigiendo el agua a cada una de las áreas que requieren del vital líquido. Otros días lo que toca es inspeccionar las residencias de las abejas, vestidos de astronautas y con sahumerio en mano, para abrirlas, encontrar a la reina, retirar cacahuates (así se llaman a las nuevas pretensas reinas en crecimiento que amenazan la paz de la colmena), y asegurarnos de que soberana y obreras estén sanas y bien alimentadas. De vez en cuando es necesario pedirles permiso para retirar los bastidores y extraer la miel… Otros días hacemos mermeladas, salsas y compotas o cambiamos las flores en los arriates de la temporada pasada. Ayer nos regalaron dos arbolitos nuevos que tenemos que plantar antes de que sus raíces se sequen, y desde luego hay que seguir retirando las especies invasivas del sendero ecológico.
¿No te aburres? Me preguntan a veces. Perdón si no respondo, es que fui con el vecino a ver las mejoras que hizo en su gallinero para ver si aprendemos algo. Nuestras gallinas están sanas y produciendo, pero siempre es bueno mejorar.
Y a pesar de la paz en la que vivo, a veces me falta tiempo para atender ciertas tareas. Hoy invertí casi toda la mañana en tutorear los tomates que sembramos en febrero. Debí haberlo hecho hace mucho, pero, como dice mi hermana, literalmente “no me dio la vida”.
El tomate es una planta noble, que crece relativamente fácil. Tanto que en las banquetas frente a las taquerías es fácil encontrar matitas enseñoreando las grietas del piso, gracias a la salsa que algunos taqueros poco conscientes tiran por ahí. Pero de que la semilla se convierta en planta a que ésta dé tomates hay una distancia. Es decir, buenos tomates, grandes, sanos, abundantes. Pero yo los tenía medio abandonados a los pobres, con las consecuencias que la negligencia trae consigo: las malas hierbas habían invadido el espacio, algunas hormigas empezaban a trepar por sus tallos, los frutos estaban cayendo antes de tiempo, y sobre todo, sus largas ramas, vencidas por el peso, estaban enredadas y en contacto con la humedad del suelo y los hongos que esto trae consigo.
Para evitar que esto suceda, el tomate y otras plantas deben “tutorearse”, es decir, ofrecerles un medio que les permita crecer verticales y soportar el peso de los frutos. En el caso que nos ocupa, aprovechamos los postes que en el inicio dieron estructura a la malla protectora para colgar de ellos cordones de rafia con los que vamos trenzando y levantado cada rama, al tiempo que eliminamos las hojas marchitas y los ápices que provocan un crecimiento desmedido de la planta, robando energía y alimento a los frutos.
A veces me gustaría tener un tutor, como aquéllos que teníamos en la infancia, que me dijera por dónde ir y cómo hacerlo, que me ayudara a crecer con cierta rectitud, que me diera estructura y me dirigiera a la luz. Pero hoy, como adulto, me toca hacerlo por otros.
Al final nos dio tiempo de cosechar algunas papas y zanahorias para la comida de mañana, retirar las lechugas que han dejado de ser productivas y regar los jitomates del invernadero. La comida fue deliciosa y nos dio fuerzas para continuar con la labor vespertina, pero como dicen que no hay que hacer ejercicio físico mientras se hace la digestión, aquí me tienen escribiendo a la hora de la siesta, mientras cuido desde la terraza que las nubes amenazantes no suelten su torrente antes de que yo haya tomado las fotos que necesito para ilustrar esto.
Cuando quieran venir a descansar, aquí los espero.