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La forma de las nubes




En el campo el cielo es más azul, de un azul más intenso… cuando está despejado. Un cielo absolutamente azul es luminoso, pero no muy buena noticia por aquí. Porque las nubes son elemento esencial de nuestra vida.

Un cielo azul augura un día de calor intenso en el verano y una noche fría en invierno. Sin nubes, el suelo se seca y resquebraja, las plantas se queman y mueren de sed, los seres humanos perdemos algunas neuronas, fritas en el interior de nuestro grasoso cerebro.

Cuando era niña, uno de los juegos favoritos de la familia consistía en descubrir formas en las nubes. La creatividad de mi padre se contagiaba y nuestra capacidad para discutir y disentir alcanzaba niveles épicos. “Ésa parece un perro” “¡Claro que no!, es un oso”. Nunca perdimos esos hábitos, ni el de buscar formas en las nubes ni el de disentir.

Pero en algún momento de la vida, cuando ésta empezó a depender del agua, hubo que aprender a ver en ellas algo más que ángeles y ballenas saltando. Recuerdo que en la secundaria me fascinó la clase de geografía en la que la maestra nos enseñó la clasificación de las nubes. No porque se tratara de una información útil, sino porque teníamos que dibujar cada una en el cuaderno. Sus nombres no me significaban nada, pero dibujar siempre me gustó. Treinta o cuarenta años después sólo podía recordar palabras sueltas como cúmulos, o nimbus, sin relación alguna con contenido. Entonces llegué a vivir al campo y la gente de aquí empezó a compartirme esa sabiduría ancestral. “Hoy no llueve, seño”. “Allá arriba está nevando, pero aquí no caé nada” (así, caé, con acento, porque acá así se dice). Me encantan los cielos despejados del invierno, decía yo, a lo que me respondían “se ven bonitas las estrellas, pero no son buenos, porque no hay nubes. Las nubes son la cobija de los pobres…”

Y entonces la mente inquieta y postmoderna se puso a investigar y a aprender.

Los altos "borreguitos" (altocúmulos) anuncian descenso de temperatura

Las nubes están formadas por vapor de agua, que se levanta a partir de la humedad del suelo. Esto lo sabemos desde la primaria. Allá arriba el agua está estructurada en minúsculas gotitas que, por tan pequeñas, son más ligeras que el aire y por eso flotan. Ese vapor se va condensando hasta convertirse en un líquido cuyo peso lo hace caer en forma de gotas de lluvia. Cuando allá arriba hace frío, en lugar de gotitas de agua tenemos minúsculas partículas de hielo, que al caer pueden ser una nieve blanquísima y romántica o una furiosa granizada destructora. El agua cae al suelo y el ciclo vuelve a empezar.

Las nubes se clasifican de acuerdo a varios factores: su altitud, su forma, su evolución… Tenemos así nubes altas, medias y bajas ¡Cuánta ciencia! También están las nubes de “desarrollo vertical”, es decir, las que son tanto bajas como altas.

Luego están las formas. Aquí tenemos cirros, cúmulos nimbos y estratos (cirrus, cumulus, nimbus y stratus, para que suene más científico). Al mezclar la altura con la forma, vamos obteniendo una clasificación de nubes que sirven a los meteorólogos para pronosticar el clima y a los observadores para disfrutar de vistas nunca repetidas.


Cirros, formados por cristal de agua

Los cirros son nubes casi transparentes que parecen pinceladas rápidas y ligeras sobre el azul del cielo: líneas horizontales, suaves y paralelas que no presentan sombras interiores. Están formadas por cristal de hielo y, cuando el cielo se cubre de ellas, anuncian un descenso en la temperatura.





Cumulonimbus, presagiando precipitación

Los cúmulos son nubes de desarrollo vertical, con bordes bien definidos y generalmente redondeados. Se forman por el aire húmedo que asciende, por lo que, dependiendo de la humedad del ambiente, pueden estar más juntos o más extendidos, y por lo general tienen una base horizontal, con formas de borrego o algodón en la parte superiores. A una altura media auguran buen tiempo, pero cuando alcanzan cierta altura y se condensan se convierten en cumulonimbus, que pueden presagiar aguaceros y tormentas.

Los nimbos son nubes de altura media que producen precipitación. En general son oscuras y de formas irregulares. De hecho, la palabra nimbus significa “nube de lluvia”, y en general sabemos identificarla. “Parece que va a llover…”

Los estratos son formaciones opacas que cubren el cielo y ocultan la luz. Se trata de nubes anchas y uniformes que a baja altitud se traducen en neblina o llovizna. Entre ellas existen los nimobostratos, altostratos y cirrostratos. Estos últimos, por ejemplo, son nubes altas que parecen velos rayados.

Nimbostratos ¡Ahí viene la lluvia!

Entre ellas se forman cuantas combinaciones puedan imaginarse. La creatividad del cielo no tiene límite.

Por lo general al mirar al cielo descubrimos más de un tipo de nubes. Además de contener y transportar agua para dejarla caer donde riegue el campo o inunde las ciudades, tienen una función muy importante: la decoración. La Naturaleza decora mucho mejor que nosotros. Sólo hay que ver un atardecer. Al descender, los rayos del sol iluminan las nubes con una inclinación que les permite evadir la inmensidad del cielo azul. Por eso, entre más nubes hay, más bella es una puesta de sol.


Los que vivimos a las faldas de un volcán disfrutamos además de otro tipo de nubes, que no provienen de la evaporación del agua de la superficie, sino del interior de la tierra. Se trata de nubes de vapor de agua o de ceniza (o de ambas) que surgen de las exhalaciones del cono volcánico. Al cabo de algún tiempo vamos aprendiendo a calcular la mezcla de agua y minerales que contienen estas exhalaciones, a partir de su color. Las nubes blancas contienen mayormente vapor de agua; las grises, más claras o más oscuras, a veces casi negras, por lo general son el resultado de la expulsión de minerales de la tierra. De día se ven como ceniza (y lo son, al final, cuando se enfrían) pero de noche disfrutamos del espectáculo colorido de las rocas incandescentes y las partículas incendiadas que van del amarillo brillante al rojo más intenso.


Esta mañana ignoré la advertencia del cielo, confiando en que las nubes cerradas me proporcionarían la sombra que permite caminar largamente sin la embestida del sol abrazador. Claro, la lluvia me pescó lejos y regresé a casa empapada a media mañana. Y es que mis propias nubes en la cabeza habían ocultado la luz exterior.

Sin importar qué digan los pronósticos meteorológicos, cada uno llevamos dentro nuestro propio clima cambiante. A veces los negros nubarrones presagian una tormenta que nunca llega a materializarse, pero que nos paraliza esperando lo peor. “En mi vida sufrí muchas desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron”, decía Descartes. Otras veces, nuestro cielo es luminoso y la vida resplandece a nuestro alrededor. Hay en mi cabeza nubes altas y bajas, ligeras y concentradas, con formas alegres e imaginativas o con sombras ominosas. Cuando el sosiego y el aislamiento me permiten observarlas con detenimiento, voy aprendiendo a identificarlas y a dialogar con ellas. Huir del mundanal ruido ha sido de utilidad en este sentido. Pero con el interior sucede lo mismo que con el cielo sobre el sembradío: no hay dos días iguales, y nunca acabaremos conociéndolo todo. Solo nos queda seguir observando, escuchando, aprendiendo…



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