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Ir a la raíz



Algunos días, la caminata vespertina se prolonga un poco más y la luz se va antes de regresar a casa. Algo así me pasó ayer y, confiada en mi memoria y con la mirada en alto, mantuve el mismo paso… hasta que una raíz traicionera se interpuso en mi camino y al suelo fui a dar. Picada por la curiosidad y con el orgullo herido, esta mañana salí a buscar a la traidora y me admiré de la cantidad de raíces que he venido ignorando cada día. La causa directa de mi caída fue la raíz de un ficus que crece junto al muro poniente de la casa. La causa indirecta de éste y otros muchos percances soy yo misma, pues con mis propias manos y mi inconciencia planté ese árbol hace muchos años. Sus raíces han levantado cimientos, invadido tuberías, descompuesto podadoras y causado accidentes impunemente por todo este tiempo. Pero el árbol se mantiene orgullosamente de pie frondoso y brillante como el que más.


Plantar un ficus tan cerca del muro fue una muy mala idea

Las raíces de las plantas tienen dos funciones principales: alimentarlas y darles estabilidad. En cuanto germina la semilla, el primer órgano que se desarrolla es precisamente la raíz. A través de ésta irá absorbiendo el agua de la tierra, y con ella los minerales que la alimentan. Si encuentra pronto el líquido, dejará de crecer y comenzará rápidamente a absorber la humedad que necesita. Esto facilitará el crecimiento vertical de la planta, pero si su profundidad y extensión no son proporcionales al crecimiento del árbol que sostiene, pondrá en riesgo su estabilidad y supervivencia en épocas de estrés.

Es lo que ocurre con los eucaliptos que con tanta frecuencia vemos derribados sobre bardas y automóviles cuando hay ventarrones o aguaceros. Estos árboles fueron introducidos en nuestro país a finales del siglo XIX con la finalidad de drenar aguas estancadas que provocaban enfermedades como la malaria, pues sus raíces absorben agua con gran rapidez, y a la vez purificar el aire gracias a los “efluvios benéficos” de sus hojas. Ya hacia 1940 Miguel Ángel de Quevedo advertía sobre la importancia de controlar su crecimiento, e incluso sugirió su retiro en una zona de Coyoacán (la calzada sur del antiguo cementerio) y su sustitución por plantas floridas y pasto. Hoy sabemos que, al encontrar agua con facilidad, el eucalipto la absorbe rápidamente, matando a veces de sed a sus vecinas, y por la misma razón desarrolla raíces muy pequeñas y frágiles que no le proporcionan el sostén que requieren para mantenerse en pie.


Otros árboles en cambio desarrollan raíces fuertes y grandes, ya sea profundas o superficiales, que se extienden horizontalmente a su alrededor dándoles una estabilidad a prueba de todo. Tal es el caso del fresno, la jacaranda o el hule, cuyas raíces exhibe con una presunción que ralla en petulancia. A “sana distancia” de la construcción humana proveen de hogar a infinitas especies, convirtiéndolos casi en ciudades de aves cantarinas, pero cuando los elegimos para adornar nuestras fachadas, levantan banquetas, rompen tuberías y tiran muros enteros. Hay que saber respetar su espacio.

Siendo tan vitales para las plantas, sus raíces pueden ser a la vez su mayor fortaleza y su punto más vulnerable. El exceso de agua o la falta de oxígeno favorece el crecimiento de organismos patógenos que ponen en riesgo su salud. En la huerta son frecuentemente víctimas de las tuzas que, amparadas por su escondite subterráneo, las roen hasta hacerlas desaparecer, por lo que más de una mañana encontramos bellezas floridas derrumbadas por falta de alimento y sostén.

Hablemos de "regresar a nuestras raíces"

Cuando nos encontramos con momentos de dificultad, los seres humanos tendemos a regresar a nuestras raíces, tanto en el plano individual como en lo colectivo. Si enfermamos o estamos tristes, regresamos a la familia. En momentos de incertidumbre o cuando nuestra identidad se tambalea, buscamos nuestros orígenes. He aquí tres ejemplos en la historia: Al final de la Edad Media, cuando las nuevas preguntas no encontraban respuesta en los esquemas establecidos, el hombre volvió la mirada a sus raíces grecolatinas y generó el Renacimiento. Cinco siglos más tarde, en una de tantas crisis de la Iglesia Católica, el Concilio Vaticano II sugirió el retorno a la Iglesia de los primeros tiempos, sus valores y sus hábitos, a las “Comunidades de Base” y la raíz del mensaje evangélico. Para muchos desencantados no fue suficiente, y entonces nos fuimos más allá, a las raíces étnicas, la herbolaria ancestral y los fundamentos antropológicos de nuestras costumbres.

Cuando analizamos un conflicto o enfrentamos un obstáculo, sabemos que la manera más segura de resolverlo es “ir a la raíz” del problema. En ella suele estar tanto el origen como la solución.

Y es que nuestras raíces nos dan estabilidad y nos alimentan. Las dificultades vividas en el pasado común nos fortalecen. Tal vez no podamos verlas, pero sabemos que están ahí. A veces son esas mismas raíces las que nos hacen tropezar, pero cuando les damos su justo lugar y suficiente oxígeno para respirar, constituyen el punto más seguro para sostener la vertical en tiempos adversos. Vayamos a la raíz.


Aunque no podamos verlas, nuestras raíces nos dan estabilidad y nos alimentan.

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