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En un lugar mejor que La Mancha…

Actualizado: 21 sept 2020

Por Luis Jorge Arnau Ávila



Te sientas con tus sueños y tu calma, con tu imaginación y tus guerras internas mientras el sol camina, despacio, deshojando nubes para pintar un sitio perfecto al que me une la infancia. Viví Atlixco en la época de los dinosaurios, cuando aún se sentían los pasos postrevolucionarios andar esas calles que a veces parecen atoradas en sí mismas. Fueron tres o cuatro años de infancia a plenitud, en espacios largos que parecían océanos. Aquel fue nuestro primer contacto con el campo, con el olor a estiércol, con gallinas escondiéndose entre los pedruzcos, con un mercado escandaloso donde se vendía de todo menos el silencio, con la libertad de andar las calles libremente entre sombreros enormes y delantales multicolores.


La vida se volvió retozona y nos hizo volver media vida más tarde, gracias a unos anfitriones que te muestran un afecto que a ratos dudas en merecer. Mirando el milagro de ese campo tozudo y rencoroso que les cobró cien aprendizajes, esta pareja logró volverse parte de la naturaleza. A su modo, se domesticaron mutuamente hasta ser simbiosis, hasta ser maravilloso complemento a un volcán que no sabe mantener la calma.


En ese trozo de paraíso personal que huele a lavanda hemos sido bendecidos con celebraciones perfectas sin ningún motivo, solo por el placer y el privilegio de tomar una copa de vino en la discreción perfecta, con amigos que son compadres y son cuñados y son hermanos. Aquí uno camina buscándose entre los limoneros y las granadas, descubriendo peces remolones en el estanque y abejas persistentes, acariciando vientos frescos cargados de lluvia para recuperar el resuello, la calma necesaria para vivir la vida con más sentido.


No soy particularmente religioso, pero podría asegurar que San José sí vive entre estas paredes como un silencioso y solidario compañero de angustias que traemos acumuladas para desmadejar en este lugar que tiene una extraña armonía tejida por un cardenal mañanero y algunas ranas desconfiadas que huyen sin darnos tiempo a pláticas afectuosas. Aquí nosotros, y nuestros hijos, y los hijos postizos, y el nieto, llegamos con la seguridad de apropiarnos de la luz y enderezar el biorritmo mientras unos se atoran en partidas eternas de cartas y otros desmenuzan lecturas interminables, mientras el tradicional recorrido vespertino apacigua las tensiones y nos reconocemos familia, vocablo fundamental que en esta casa, como en pocos sitios, es una premisa.





Lo único lamentable, es el regreso, porque las adicciones son profundas y la querencia se esconde a esperar nuestra vuelta, una vuelta esperada ya que la cura a esta dependencia es más de lo mismo, y no existen sobredosis.



Luis Jorge Arnau ha dejado huella en Huerta San José

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