Esta es la historia de una lechuga escarola, y sus compañeras de guardería.
Viene de una semilla comprada en una huerta vecina, que se dedica precisamente a eso, a producir semillas. Junto con ella adquirimos gran variedad de futuros comestibles: desde otros tipos de lechuga hasta alcachofa, pasando por huauzontle, chiles variados, brócoli y tomates de varias formas y tamaños.
Su ingreso a la vida se dio en una charola de germinación, donde la sembramos a principios de febrero, junto con otras muchas de sus hermanas. Su semilla era muy pequeñita y delicada, así que pusimos cuatro o cinco por celda, esperando ver cuántas progresaban. La arropamos con tierra de composta de buena calidad y la regamos todos los días, manteniéndola en la sombra para que su entorno no se secara y la luz del sol no inhibiera su germinación. Al cabo de una semana pudimos observar los primeros brotes: unas diminutas briznas verdes que asomaban tímidamente la cabeza, con los restos de la semilla todavía pegada a su punta. Entonces movimos la charola a un sitio donde recibiera sol, primero sólo por unas cuantas horas, incrementando poco a poco la exposición hasta que llegaron a estar permanentemente bajo la luz radiante.
Los primeros brotes tenían la intención de engañarnos, con un par de aparentes hojitas que en realidad no lo son, pero que ya prometen. Se trata en realidad de los cotiledones que están comenzando a realizar el importantísimo proceso de fotosíntesis. (¡Si tan solo hubiera puesto más atención en las clases de biología en la secundaria…!) Como en cada celda habíamos puesto más de una semilla, en cuanto vimos plantas verdaderas fue necesario hacer un aclareo, consistente en elegir la planta más fuerte y sana de cada celda y retirar las demás. Quedó entonces una sola lechuguita para crecer a sus anchas… Bueno, no tan anchas, porque en la charola no tenía lugar.
Cuando esas plantitas alcanzaron más o menos los tres centímetros de altura, el espacio y la tierra que contenía la pequeña celda de la charola en la que crecía fue insuficiente, y llegó el momento de hacer el primer trasplante. La operación consiste en llenar almácigos biodegradables con composta totalmente degradada, humedecerla y hacer una perforación en el centro para recibir la planta. Entonces, con todo cuidad, se extrae la lechuguita de su celda con todo y la tierra que protege su incipiente raíz, y se coloca en este agujero, asegurándonos de que todo el paquete radicular quede inmerso y sin daño dentro de la tierra y que la plántula no sufre daño. Es como sacar a un bebé prematuro de la incubadora por primera vez. Si no se imprime cariño y cuidado en este trance, las probabilidades de supervivencia se ven amenazadas.
Los almácigos se colocaron en una charola en la que podíamos observarlas, regarlas, moverlas y cuidarlas durante más o menos quince días. Al cabo de este tiempo, notamos que las pequeñas criaturas crecían poco y su color no era suficientemente intenso. En condiciones óptimas, estas lechugas podrían haber permanecido en el invernadero por mucho tiempo, incluso hasta que llegara el momento de consumirlas, pero a los lados de nuestra pequeña guardería crecieron dos árboles hermosos, un fresno y un pino, que proyectan su sombra sobre la estructura, con lo cual crean un ambiente muy agradable para trabajar, pero impiden que los rayos de sol lleguen a las plantas en la cantidad necesaria. Como una madre que lleva a su hijo al Jardín de Niños de manera prematura, decidimos que había llegado el momento del trasplante final.
Armada de guantes y sombrero, me dirijo a la cama de cultivo que será su domicilio definitivo, cargando la charola en la que han vivido su primera infancia estas pequeñas. Como platicábamos en el blog anterior, el sistema de camas de cultivo que estamos empleando nos permite plantar sin necesidad de excavar. Además, los almácigos en los que han estado creciendo las lechugas están hechas de un material compostable, que se degrada fácilmente con la humedad, integrándose así a la tierra en la que crece la planta. Esto facilita mucho el trasplante, además de que protege a la lechuga al evitar el daño que podría sufrir si tuviéramos que extraerla de una maceta con otras características.
De manera que simplemente definimos el sitio en el que queremos que crezca, con tierra fértil, riego suficiente y protección contra las amenazas externas, la colocamos ahí y agregamos un poco de composta hasta que el almácigo queda totalmente cubierto. Parece un proceso sencillo, pero tiene sus retos. Por principio, esta es una labor que debe realizarse muy temprano por la mañana, antes de que el sol abrazador seque la tierra y nos caliente el cerebro.
La otra complicación tiene que ver con la edad de mis articulaciones. La cama de cultivo tiene tan solo 10 centímetros de altura, por lo que el trasplante debe hacerse de rodillas, inclinados ante la tierra que la recibe, en una postura que siempre me ha recordado los rituales de veneración de cualquier religión. Depositar una planta que será nuestro alimento sobre la casa que le dará cobijo exige esa actitud de devoción, fidelidad y agradecimiento hacia la tierra. Cada trasplante es para mí un ritual espiritual que me conecta con lo trascendente, con la vida y sus maravillas.
El mes de marzo fue un mes de trasplantes continuos, y la primera lechuga ya llegó a nuestro plato. Brillante, fresca, crujiente, deliciosa… alimentada por la tierra sobre la que me incliné en señal de fervoroso agradecimiento por la vida que nos regala el húmedo suelo por el que transitamos.
En 1967 el doctor Christian Barnard realizó otro tipo de trasplante que proporcionó una esperanza de vida a quienes la tenían severamente amenazada. Con ello posibilitó, no sólo que una persona necesitada recibiera un corazón vital, sino que otra persona continuara dando vida a pesar de un fallecimiento prematuro, trascendiendo así la frontera más temida. Hoy es posible trasplantar prácticamente cualquier órgano, y gracias a ello, mis amigas siguen aquí, cumpliendo años en fechas distintas a la de su nacimiento, y mostrando la capacidad del ser humano de sobreponerse aún a la circunstancia más difícil, gracias a la colaboración de muchos. Va mi admiración y agradecimiento a quienes sobreviven, y a quienes lo hacen posible.
En homenaje a quienes han sobrevivido
(Y a los que no, también).
"Dios y mi canto saben a quién nombro tanto"