Colaboración de Inés Gómez
En la Huerta hay un reguilete que ha visto de todo. Desde su esquina, rodeado de piedras, flores y verde, mucho verde, vigila la fachada trasera de la casa y guarda tras sus espaldas a los abundantes cultivos, a los estanques de todos los tamaños y a los caminos delimitados con adoquín. Aunque su permanencia en la huerta no ha sido ininterrumpida, ha estado ahí en las fiestas, los aniversarios, las reuniones, las bodas y, sobre todo, en la cotidianeidad.
Una mañana, sin mayor aviso, un ave recorría la huerta tranquilamente. No era la primera vez que el reguilete tenía la compañía de algún alado pero este pequeño ser no era como ninguno que hubiera visto en sus años custodiando el campo atlixquense. Los de antes eran similares, coloridos igual, pero con otros matices. El visitante estaba cubierto de un plumaje orondo y rojo; el color escarlata abarcaba también su cabeza y dorso. Sus alas eran negras, al igual que su pico, y su cola larga terminaba con una forma parecida a la de los abanicos que la mujer de la huerta utilizaba a veces.
El reguilete podía ver que el pájaro gustaba de jugar con el aire e integrarlo al movimiento de sus alas con gracia y elegancia. Se imaginó cómo se sentiría volar porque, aunque no era ajeno a la sensación de movimiento creado por el viento, trasladarse por el cielo parecía una aventura imposible. Por las ya decoloradas aspas del reguilete habían pasado los vientos de cuatro estaciones, cargados de polen, tierra, gotas de agua, olores y música variada: bandas enteras, disk-jockeys, guitarras acompañadas del ruido de fogatas, cantos a capella, listas de reproducción de un sinfín de géneros y risas, la melodía más común de la huerta y la que mejor viaja con el aire. Se preguntó cuántos olores habría encontrado el pájaro en su camino, cuántos acordes y cuántas texturas. Se cuestionó también si volar sería como bailar y si alguna vez podría ser un bailarín como lo era aquel pájaro, como aquel cardenal.
El cardenal hizo una inspección minuciosa de la siembra de la huerta. Pasó por los cítricos y se detuvo a olfatear flores por su camino, examinó los altos árboles y contempló las ramas más secas de éstos. El reguilete estaba fascinado, él había visto a la tierra convertirse en hojas y a las hojas convertirse en cosechas. Había presenciado la multiplicación de la lavanda, había convivido con la flor más veterana y había dado la bienvenida a las nuevas residentes. Le daba curiosidad cuál sería la impresión del ave, si apreciaría igual la belleza del lugar sin haber sido testigo de sus transformaciones. El reguilete se preguntaba cuántos otros campos conocería el pájaro, cuántos otros estanques y cuántos otros caminos. Fantaseó por un momento con poder moverse y ver algo más que no fuera la huerta, así como el cardenal lo hacía.
Por un instante, el cardenal descansó su vuelo en el reguilete. Para su sorpresa, el pájaro ni siquiera reparó en dónde estaba apoyado. Fue para él un paso más en su paseo, en su día. El reguilete, en cambio, no dejaba de mirarlo. Los humanos de la huerta vieron al dueto y se acercaron a admirar la escena, eso era algo normal, muchos pájaros se habían apoyado en él, pero no este pájaro. El reguilete gozó ser parte del espectáculo y suplicó que el cardenal no reiniciara el vuelo para alargar el momento lo más posible.
No solía ser un gran admirador de las aves, en realidad, prefería que no lo visitaran. Había sido objetivo, mas nunca presa, de muchas águilas y uno que otro zopilote, por lo que había desarrollado un pequeño temor a los animales con alas. La huerta siempre estaba llena de animales y disfrutaba más la compañía de los terrestres. Había sido cómplice de tuzas que asechaban raíces y había contemplado el juego de muchos perros. Ningún pájaro había logrado encantarlo, hasta el cardenal de ese día.
El reguilete había sido utilería de cientos de fotografías por lo que no le sorprendió que la señora de la huerta los capturara a él y al visitante con su lente. Acomodó sus aspas delicadamente y posó de la única forma que los reguiletes saben posar. El cardenal seguía abstraído y no modeló para el retrato; el reguilete pensó que no era algo que necesitara hacer para lucirse. El cielo azul de la mañana había ido coleccionando nubes a lo largo del día de tal forma que, a esas horas de la tarde, ya estaba completamente tapizado de gris. Hubo un estruendo y las gotas de lluvia empezaron a caer. El reguilete conocía bien las aguas y sabía que esas gotas se convertirían en un chubasco. El cardenal, por lo visto, lo sabía también y sacudió sus alas bruscamente cuando sintió la primera gota en ellas. Fue así como el reguilete entendió que si el pájaro conocía la lluvia debía ser porque ésta también existía en otros lados y no sólo en la huerta.
El cardenal vaciló un poco antes de despegar y cuando lo hizo volteó de reojo al reguilete, que ahora estaba moviéndose con el viento de la potencial tormenta. El pájaro luchó con el aire en contra pero consiguió volar hacia su destino, apartándose poco después de la vista del reguilete. Así los dos, cada uno a su ritmo, cada uno a su estilo, bailaron el mismo viento, al mismo tiempo, por unos segundos. Era, sin duda, un instante que el reguilete atesoraría, como cualquiera que guste de la complicidad del acompañamiento lo haría.
En la huerta hay un reguilete que ha visto de todo. Vigila desde su base la rutina de las plantas, de la luz, de los humanos y del cielo. Ha conocido a tantos visitantes que ha perdido la cuenta, aunque sólo uno ha causado una impresión especial. Ahí, desde una pequeña esquina en el universo que la huerta es para él, el reguilete espera todos los días a su compañero de plumaje rojo y pico negro, a su viajero favorito, a su compañero de baile.
Inés ha sido visitante y
colaboradora de Huerta San José
desde que concebimos el proyecto.
Su huella se percibe en cada rincón.