Las estaciones en la Huerta suelen ser muy claras, definidas y fieles al calendario solar. La primavera trae puntual aves, insectos y flores; el verano explota en verdor y con el equinoccio de otoño caen las primeras hojas de los árboles. Este año, sin embargo, el otoño ha sido lento en su arribo. Quizá porque este año todo ha sido lento. O tal vez porque el mundo teme al invierno…
El otoño es mi estación favorita. Las lluvias torrenciales comienzan a espaciarse, el calor se atenúa, la vegetación veraniega se transforma paulatinamente del verde al amarillo y los atardeceres arrebolados anuncian con pausa que se acerca la hora del descanso.
En otras latitudes, el otoño es más bien ocre, sepia o rojizo, pero en la huerta predominan el amarillo y el naranja. No sólo porque el pasto y la hierba comienzan a secarse, sino porque las flores de esta temporada prefieren ese tono. Flores, por cierto, mucho más abundantes que en el verano. Flores silvestres que son la delicia de las abejas. Acahuales, margaritas, cempasúchil, damiana, tronadora, “hierba de perro” (árnica), “ojo de pájaro”, “lluvia de oro”, “cinco negritos” (lantana) y otras muchas cuyos nombres nadie me sabe dar, ni siquiera los libros de botánica (“Nombre común: se desconoce”). Claro, todas tienen su identificación científica y por tanto su nombre latino, pero nada como la poesía con la que bautizamos por aquí la belleza que nos rodea.
El otoño es el tiempo de la cosecha. Se “levanta” la hortaliza, se “baja” el maíz y el aguacate, se corta la fruta… Peras y manzanas se destinan a postres y compotas, el trigo se vuelve harina y la cebada, esa sí roja como el infierno, se almacena para alimentar al ganado en los meses por venir. Es el momento de prepararse para los días fríos, para la escasez, la calma y el descanso. Aquí no todos los árboles perderán las hojas, porque la nieve no es una amenaza para ellos, pero muchos lo hacen sin reserva, tapizando el sendero con una hojarasca fértil que protegerá el suelo de las heladas por y lo alimentará con su descomposición cuando vuelvan las lluvias.
En la ciudad hemos olvidado que los ritmos de vida tienen su razón de ser. La megalópolis de mis raíces sólo conoce dos estaciones: la seca y la mojada. La seca es, o muy fría o muy caliente, cualquiera de las cuales nos invita a la queja. La mojada ya más bien nos lleva al borde del suicidio: encharcamientos, tránsito desquiciado, apagones constantes… En el campo, en cambio, cada ciclo tiene un sentido. El del otoño es profundo y retador.
Es una época de trabajo intenso, tanto exterior como interior. La cosecha dependerá no sólo de lo que hayamos sembrado, como dice el sabio refrán, sino del cuidado, esmero, paciencia y constancia con que lo hayamos cultivado. Y una vez en silos y cestas, el producto durará tanto como lo preparemos para los días difíciles.
Es bueno que ahora el tiempo corra más lento. Nos regala calma para hacer el trabajo interior. Tal parece que, como en este annus horribilis, el otoño en mi vida tardó en llegar (o yo no quise verlo), pero ahora que está aquí aprecio el momento de la cosecha y descubro que aún hay mucho trabajo por hacer.
No sé cómo será mi invierno, pero quiero estar preparada con suficiente alimento para el alma y leña para calentar el corazón, el mío y el de quienes me rodean, porque nadie sobrevive solo a la adversidad.