A quien tenga el manual para enfrentar la vida, le agradeceré me lo haga llegar cuanto antes. El mío vino incompleto. He ido aprendiendo a leer algunos artículos, a base de lágrimas y risas, besos y gritos, pero la parte en la que se describe cómo enfrentar la adversidad y el dolor, particularmente ése que causa el agujero por el que se van las personas queridas, me es, a pesar de tantas pérdidas, desconocido.
En Huerta San José pensábamos, como la humanidad entera (creo yo) que lo difícil era enfrentar una pandemia. Y sí, tuvo sus bemoles en todos los renglones. Perdimos seres queridos. Tuvimos miedo, padecimos al bicho, nos enfermamos, se cerraron oportunidades productivas, nos faltaron insumos, nos sobró tiempo, nos faltó espacio, se nos dificultó la convivencia, la comunicación… Nada que el resto del mundo no haya conocido. De hecho, nos consideramos afortunados: aquí seguimos. Pero cuando pensábamos que todo había pasado (“cuando todo esto pase”, se decía), empezó la debacle.
Me refiero específicamente a lo vivido al interior de la Huerta. En lo individual, y afuera de este paraíso, todos habíamos tenido nuestros retos particulares. Todas las pérdidas nos dolieron. Pero como Huerta San José hoy nos toca honrar a una jornada que nos afecta directamente y en todos los cajones de la vida.
Su nombre es Ale.
Nacía la Huerta cuando Ale llegó, con su marido y tres niñas, a habitar la casa y nuestro corazón. La más pequeña era aún un bebé de brazos. Hoy es una chica universitaria, responsable y madura, como sus hermanas.
Ale llegó a llenar de sonrisa y generosidad la vida de todos los que un día pasaron por aquí. Se convirtió en nuestra amiga, compañera, confidente. En la solucionadora de problemas, la guardiana de las recetas secretas, la palanca que hacía rodar la casa, la producción, el alimento, la salud… Pero un mal día, hace poco más de dos años, cuando ya “todo había pasado”, justamente fue la salud la que le jugó chueco.
Enfrentó la enfermedad sin perder nunca la sonrisa o la esperanza. No como una guerrera, porque la guerra no era lo suyo. Ella era una mujer de paz. Pero sí con una calidad humana que nos enseñó mucho.
Mientras ella padecía, la Huerta se rebeló. Una plaga amenazó la vida de la lavanda. La producción, entre el desabasto de insumos y la indisposición creciente de Ale, se dificultó. El agua y el granizo dañaron cultivos, tiraron bardas, inundaron casas. La enfermedad nos fue tocando, uno a uno, como si necesitáramos un espejo para la compasión. Cada uno de los cajones de nuestra vida se fue descomponiendo, como por solidaridad. Y no voy a hablar aquí del desabasto de medicinas o el sistema de salud. Sólo diré que empatizamos con todas aquellas personas que decidieron hacer de su vida una labor de ayuda a los demás y carecen de los recursos para realizarlo.
Nosotros creíamos padecer, y Ale seguía sonriendo. La necesidad de cuidados, apoyos terapéuticos, traslados de emergencia e incertidumbres varias iba aumentando, y ella respondía con amor y oración. Mucha oración.
Su familia vivió en torno a ella y sus necesidades, con la misma generosidad y amor que siempre se respiró en torno a esta mujer tan trascendente en la vida de muchos. Pero justo la respiración era lo que se le iba acabando. Y a nosotros, el aliento.
Por darles un espacio para vivir en familia este trance y para atender asuntos pendientes y complicados, nos ausentamos un tiempo, agradecidos con este Siglo XXI que nos permite estar cerca sin importar la geografía.
En final nos pilló lejos, porque así es la vida: hace lo que le da la gana. ¡Cuánta impotencia! ¡Cuánta tristeza guardada bajo la realidad cotidiana que no obsequia paréntesis!
Cuando por fin pudimos volver a la Huerta, la lluvia, que en otros lados ha causado tantos destrozos, en nuestro espacio ha explotado con un verde lleno de vida que sorprende, como si las lágrimas lloradas por la partida de Ale hubieran regado y abonado este pequeño ecosistema privilegiado, para recordarnos que ella siempre dio vida.
Pero su ausencia se siente en todos los rincones. El equipo ha realizado una labor maravillosa para mantener esto vivo y funcionando. A los ojos ajenos todo está perfectamente bien. Pero es abrir un cajón y encontrarnos con la palita con que servía la miel para su té de jengibre; caminar por la hortaliza y notar la ausencia de sus hierbas de olor y sus lechugas; ver a su amiga del alma, casi su hermana, que nos recibe con un abrazo sin palabras, expresando todo el cariño, la comprensión, la disposición, la determinación de seguir adelante.
Y es que es eso lo que sigue. Adelante. Continuar con la vida, resignificando todo lo vivido en estos dos años tan difíciles, y a la vez tan transitables, gracias a la enseñanza de este equipo que ha sabido estar a la altura, y aún muy por encima, para que todo se supere y la vida recomience.
Todo el que pasa por Huerta San José dejará su huella, dice nuestra filosofía, y Ale dejó marcados sus pasos en cada espacio sobre el que caminó, y sobre todo en el corazón de todos aquellos que tuvimos la fortuna de conocerla.
Gracias, Ale. Estoy segura de que te encuentras ya en paz y feliz, en los brazos de aquél a quien tanto anhelabas conocer. Nosotros iremos aprendiendo a resignificar todo esto que ha ocurrido en este tiempo. El dolor es un gran maestro. Sobre todo cuando lo antecede el amor.