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El dios del viento y el cambio de piel

Actualizado: 12 feb 2020

La renovación de la tierra

La leyenda náhuatl tiene su propia explicación para los ventarrones de febrero. Siempre hay un dios sabio detrás de estos fenómenos, dándole a la Naturaleza un sentido perfecto, y regalándonos la metáfora ideal para la vida.

En este caso se trata de Ehécatl, dios del Viento, que cada febrero sopla y sopla sobre la tierra, con el único fin de limpiarla para proporcionarle una nueva piel. No se trata de una agresión contra el terruño, no hay maldad ni intención de dañar. Es verdad que muchos árboles caen, y que la ropa tendida vuela por los aires, pero cuando Ehécatl llegó a la Tierra no había ropa tendida, y los árboles caídos eran frágiles o viejos. Antes de que los seres humanos viniéramos a descomponerlo todo, los ciclos de la Naturaleza eran perfectos.


El viento retira el polvo y la yerba seca de la zona de cultivo, y esparce las semillas que reforestarán los bosques, preparando todo para la llegada de la primavera, en que la vida resurgirá con alegría.


Una nueva piel para la Huerta

Hace más de quince años, el espacio donde hoy se encuentra Huerta San José era un terreno yermo, agotado por la explotación recurrente del cultivo de flores, y caracterizado por pastizales secos e improductivos. Sobre estos pastizales podíamos ver rodar, como en películas del desierto, las bolas de ramas secas[1] volando impulsados por el viento para recordarnos la impermanencia de la vida.


Pero poco a poco, esas semillas distribuidas por Ehécalt fueron encontrando suelo fértil y mostrando su agradecimiento a nuestro respeto y cuidado mediante el generoso germinar de nuevas plantas que año con año crecieron hasta convertirse en lo que hoy es un sendero ecológico a través del cual comenzamos y terminamos el día en paseos que nos permiten descubrir la magia de la naturaleza con su infinita diversidad y nos ponen de manifiesto el paso del tiempo con sus ciclos estacionales y su incansable crecimiento.

Febrero, mes de la piel reseca

Y así como la tierra se renueva con los aires de febrero, nuestra piel padece los efectos del viento, resecándose con la acción del aire y el frío de la temporada. Por molesto que resulte, este proceso es necesario para renovarnos. En efecto, las células muertas van cayendo para dar a paso a una piel nueva, joven, vital.


Cuando la humectamos para evitar la resequedad, en realidad lo que estamos haciendo es proteger a esas células jóvenes, fortaleciéndolas para que pronto puedan sustituir a las que van de salida. Nuestro humectante de lavanda es ideal para favorecer este proceso pues la combinación de aceite de oliva y lavanda alivia la comezón propia de la resequedad, las propiedades cicatrizantes de la lavanda ayudan a que las células nuevas crezcan más pronto y más sanas, y los efectos relajantes y antiinflamatorios permiten que la piel recobre su elasticidad.

Nuestra piel está en constante renovación. Se dice que cada 28 días tenemos una piel nueva. Sin embargo este ciclo no es constante. La velocidad de “recambio” varía con las estaciones y depende fuertemente del clima. En épocas húmedas y con temperaturas templadas, las células epiteliales viven un poco más. Pero en México el invierno suele ser seco, y el frío acelera el proceso de muerte celular, por lo que este fenómeno es claramente visible.


Renovarse o morir

De hecho, todas nuestras células están en constante renovación. “De acuerdo con los científicos, el cuerpo humano se reemplaza completamente a sí mismo, con un nuevo conjunto de células, cada siete a 10 años”[2]. Cuando decimos “Renovarse o morir” podemos estar hablando de manera literal. Podemos decir que cada siete años somos una persona nueva.


Los vientos de febrero también nos recuerdan que el cambio es necesario. Al aire que se lleva lo que ya no le sirve a la tierra, nos habla de dejar ir, de dar la bienvenida a lo nuevo, de renovar la esperanza y hacer planes con la mente abierta al porvenir. En febrero el año agrícola agoniza. Es el momento de cerrar ciclos y prepararse para la llegada de la nueva vida.


 

[1] “Tumbleweed” en inglés, se les conoce con muchos nombres: chamizo, cachanilla, maromera, salsola, rodadora, rodamundos, sorrasca, churumico, calamino, boja, salicón, salicornio, barrilla, corredora del desierto, bola del oeste, apretaculos, capitana, ontina, malvecino, rascavieja. En botánica, se les denomina estepicursores, «nubes del desierto» o «noria» a las especies de plantas que viven en zonas secas, y que son arrastradas por el viento, que las transporta de un sitio a otro, haciéndolas rodar o arrastrándolas, de manera que sus frutos y semillas se sueltan y se dispersan. (Quer, Font, 1982. Diccionario de Botánica. Barcelona: Editorial Labor)


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