Sin agua no hay verde. Sin agua no hay flores, ni fruta, ni ranas, ni nubes… Sin agua no hay vida.
En México el primer tercio del año suele ser seco. Y por aquí ¡muy seco! Si tenemos suerte, las primeras gotas de lluvia caerán hacia finales de mayo, y eso antes del cambio climático y su consecuente confusión calendárica. A fines de marzo tuvimos un buen aguacero que, aunque nos refrescó un poco el ambiente, por aislado puede ser fatal para los sembradíos, pues si las semillas quedan húmedas, comenzarán su proceso de germinación y después, si no tienen riego, morirán de sed. En el verano, en cambio, lloverá a raudales.
Y así, como en el mundo entero, los ciclos de la vida en Huerta San José giran alrededor del agua.
El nombre de Atlixco, municipio poblano en el que se ubica la Huerta, tiene un origen etimológico poético: Atl en náhuatl significa agua; ixtli es cara, y co, como todos bien sabemos, quiere decir lugar. La traducción que se hace del toponímico Atlixco es “agua bajo la faz de la tierra”. Y sí, el manto freático no está muy profundo. Sin embargo, el ambiente es seco, el sol pega a plomo y la tierra es muy porosa, por lo que los aguaceros torrenciales del verano suelen ir a dar pronto al subsuelo. Aprovechar hasta la última gota y conservar la que nos cae del cielo es esencial.
El agua de lluvia riega directamente sobre los frutales, la hortaliza, la lavanda y el sendero ecológico. La que cae sobre la casa se recolecta por medio de un sistema muy bien diseñado por nuestro arquitecto, y va a dar a una cisterna donde espera ser aprovechada. Pero los meses de sequía son largos. En esta larga temporada contamos con agua para riego que proviene de un jagüey cercano y llega hasta nosotros gracias a una red de acequias que la distribuye a cada predio de acuerdo a un programa semanal. El día que nos toca, el torrente llega enjundioso, generoso y cantarino. Es suficiente para inundar jardines y áreas productivas, y aún nos alcanza para guardar alguna en estanques y cisternas construidos exprofeso.
Para el resto de la semana contamos con un sistema de riego automatizado de microaspersión que humedece cada árbol y cada planta según su necesidad. Aún así, los meses secos pueden ser implacables, por lo que la reserva del jagüey comienza a agotarse y es necesario racionarla.
Por las acequias entra agua viva: llena de pequeños pececillos, hojas secas, lodo y larvas de todo tipo. Gracias a esto nuestros estanques están llenos de vida. En ellos crecen las carpas, las ranas, los sapos, los lirios y los mosquitos. Tristemente también llega mucha basura, porque la inconsciencia abunda casi tanto como las flores. El agua de riego no sirve para beber, y en la zona no hay sistemas ni de agua potable ni de drenaje.
Para la mesa aprovechamos algo de esa agua que corre por el subsuelo. Aunque se trata de una zona protegida, los usos y costumbres que rigen a nuestra sociedad dictan que puede el líquido necesario para consumo familiar, por lo que hace unos pocos años construimos un pozo que nos provee de un agua dura pero cristalina. Antes de eso teníamos que recurrir a sistemas de filtrado que consumen mucha energía, o a la compra de garrafones y pipas que llenaran alguna cisterna.
Habitualmente el agua es nuestra mejor amiga. Pero como dueña y señor de la Naturaleza, a veces trae mal humor, y entonces arrasa con todo lo que hay a su paso. Tira árboles y muros, arrastra semillas, hunde socavones e inunda los caminos. El agua manda.
Cuando construimos el primer estanque, pedimos asesoría a un experto en “estanqueidad”. Nos preocupaba cómo íbamos a oxigenar el agua para que no desarrollara elementos patógenos. El experto, un español muy simpático, nos respondió: “Se llama estanque: es agua estancá”.
Cuando el agua se estanca, se pudre. Algo así pasa con lo que guardamos. Conservamos en el clóset y en el alma pasados inútiles que no hacen más que enfermar. Por eso necesitamos que el agua corra. Algunas veces tendrá que ser en forma de lágrimas, ¡y vaya si hay que dejarlas correr! Llorar hasta deshidratarnos, llorar para recuperar el nivel de los lagos, llorar y escuchar cómo el arroyo se lleva el dolor y la tristeza. Y luego ver cómo esa agua salada va volviéndose cristalina, lava el corazón y devuelve la vida.
Otras veces, conviene más sólo verla pasar; dejar que siga su curso y se lleve lo que no es nuestro, respetando sus designios porque, cuando intentamos desviarla, retorna a su cauce natural, frecuentemente con poca amabilidad.
Ver el agua correr es un alivio para todos. Dejarla ir, porque no todos los cauces son para nosotros. Entonces construimos puentes que nos permiten pasar del otro lado sin dejarnos llevar por la corriente. Puentes que unen lados opuestos, puentes que salvan fronteras.
Desde ése nuestro puente a veces lanzamos al agua pequeñas piedrecillas, tan solo para ver fascinados cómo forman olas concéntricas que nos recuerdan que la energía que emitimos se expande a nuestro alrededor inexorablemente.
En aguas revueltas no podemos vernos a nosotros mismos, no vemos el fondo ni encontramos la barca. Es necesario dejar de patalear para que cada elemento vuelva a su nivel. Pero cuando las aguas son tranquilas, forman un hermoso espejo en el que se reflejan el cielo y la tierra, y nuestra imagen con todo lo que somos y tenemos.
El agua no es como la vida… ¡el agua ES la vida!