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Del ponche y los regalos...



En la plantación original de la Huerta, los árboles frutales estaban distribuidos por familias, pensando en que los requerimientos de cultivo serían similares.

Así teníamos el Paseo de los Cítricos, con limones, mandarinas, naranjas, limas y toronjas, el Paseo de los Prunus, con ciruela, durazno, chabacano, o el de las Rosaceas, con manzanas, peras, membrillos, tejocotes, etc. Había algunas especies de las cuales no teníamos suficientes ejemplares para nombrar un paseo en su honor, pero sí un destino común que los convocaba, y así nació el “Paseo del Ponche”, básicamente con guayabas, que se dieron muy bien, y otras que no progresaron. Para honrar el nombre del paseo agregamos aquí tejocote, ciruelo y Jamaica. Luego vino la realidad y todo lo descompuso, pero el nombre de los paseos y el espíritu original persiste.


Hoy tenemos las guayabas, el tejocote, la jamaica y otros ingredientes para preparar ese ponche estacional que tanto asociamos a las fiestas. Lo que no tenemos es la oportunidad de compartirlo. Las circunstancias y la prudencia invitan a celebrar en pequeño, en aislamiento, y así lo haremos. Es una oportunidad para explotar la creatividad y acercar los corazones de manera diferente.


Si algo nos ha dado este confinamiento es el ambiente propicio para pensar, recordar, valorar y replantear nuestro estilo de vida.

En los tiempos previos a la catástrofe, el 16 de diciembre se iniciaban las posadas, y en mi hogar infantil, como en el de tantos otros, esto significaba celebración diaria, ya fuera en casa o con los vecinos, los amigos y los primos. Nueve días de partir piñata, tomar ponche y cantar juntos. En casa de una tía se cantaba la letanía, caminando alrededor del jardín. “Ora pro-no-o-bis” cantaban las tías. “Ora por do-on-de” cantábamos nosotros. En la casa del vecino cantábamos Rock. Cada quién con sus costumbres y sus creencias. En las mañanas corríamos a la tlapalería, único comercio de mi pueblo, además de la miscelánea de doña Tere, donde adquiríamos chucherías para regalar en Navidad, junto con el papel de china y el listón para envolverlos. Los adultos recordaban que se celebraba el nacimiento de Jesús mientras organizaban el intercambio de regalos y adornaban las casas con pinos importados del Canadá. La celebración en mi casa era en grande. Se invitaba hasta al perico, y todo aquél que no tuviera con quién festejar era bienvenido. En la familia heredamos este gusto por la convivencia y la hospitalidad, y quizá por eso hoy extrañamos tanto la posibilidad de reunirnos. Pero tantos meses de aislamiento nos han permitido regresar a la base y aceptar la vicisitud.

La huerta se llama San José en honor a un personaje que, sin expresar palabra alguna, representa tantas virtudes humanas como pueden imaginarse. No importa si se trata de mito, leyenda o realidad histórica; los “santos” son modelos de inspiración y nada más. Así como hemos hablado de Zeus, Tláloc y Ehécatl, hoy quiero hacer una reflexión sobre otro mito que acompaña nuestras tradiciones y costumbres, respetando las creencias de cada uno, como lo hemos hecho siempre.



Cuenta la leyenda, porque eso es este capítulo particular de historia, que José y María fueron a Belén a empadronarse como buenos ciudadanos, obedeciendo lo que entonces sería el equivalente a sacar la credencial del INE en su ciudad de origen. Pero como la logística burocrática no había estado suficientemente organizada, y AirB&B todavía no nacía, no encontraron dónde pasar la noche. Fueron así de casa en casa “pidiendo posada” hasta que María empezó con un trabajo de parto muy impertinente que los llevó a refugiarse en un establo. Las interpretaciones históricas y antropológicas han convertido este “pesebre” en una cueva, un corral o un sótano, según la aproximación de cada quién. El punto es que el alumbramiento, que da pie a las grandes fiestas de hoy, se dio en la intimidad, con sencillez y sin más testigos que un buey y una vaca, que por cierto no están mencionados en el Evangelio, de donde nos atrevemos a afirmar que esta es una leyenda y nada más.



¿Cómo brincamos de aquí a la fiesta con piñata, ponche, música y regalos? Dejemos la pregunta a sociólogos, antropólogos y filósofos. Yo me quedo con la celebración de la esperanza en corto, en la intimidad y la sencillez. Y con el simbolismo del regalo que siempre me ha gustado darle: una oportunidad para pensar en el otro. Un tiempo y esfuerzo dedicado a adivinar qué le gustaría recibir al destinatario; adquirirlo, envolverlo y entregarlo con abrazo de por medio. El mejor regalo que puedo darles a mis seres queridos es mi tiempo y mi afecto. Este año va envasado en el producto de la huerta, aderezado con mermelada y miel, que no se venderá porque el cariño no tiene precio.









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