Tagetes erecta es el nombre científico de esta flor, vaya usted a saber por qué. Se trata de una especie nativa de México, aunque hoy, como tantas otras, puede encontrarse en los rincones más inesperados. Hace años tuvimos oportunidad de visitar Éfeso, en Turquía, donde se encuentra lo que se dice fue la última morada terrenal de la Virgen María. Si es o no verdad, no es motivo de este blog. Viene a cuento sólo porque la casita, una construcción pequeñita y sencilla, estaba totalmente rodeada de cempasúchil. ¡Hasta allá fue a dar! Y a unos pasos nos encontramos con puestos callejeros de elotes asados, jugo de naranja con granada, nopales espinosos y trompos de carne girando sobre su propio eje. Si del mundo entero nos han llegado productos comestibles, México ha sido generoso también en la exportación.
Pero me desvío del tema. Hablábamos de esta flor de color tan mexicano, cuyo nombre significa “veinte flores”, y que florece en otoño para llenar de vida lo que la vida va abandonando.
El color intenso del cempasúchil se ha usado como tinte para textiles y colorante para alimentos desde tiempos inmemoriales. Se les da como alimento a las gallinas para que la yema de sus huevos tenga un amarillo más vivo. Se usó para las pinturas murales de nuestros antepasados, y en Oaxaca y otros sitios se sigue empleando para entintar la lana de los hermosos tapetes que allá se labran.
Al igual que muchas otras especies florales, el cempasúchil tiene sus usos medicinales: se le emplea para controlar el vómito, la indigestión, la diarrea y todo aquello que llaman “enfriamiento estomacal”, incluidas afecciones hepáticas, bilis y lombrices, pues se supone que su color le viene de que guarda el calor del sol. Para este fin se mezclan sus pétalos con manzanilla o yerbabuena y se bebe en té. Remojada en aceite o entibiada en el comal, se usa como chiqueador para calmar el dolor de cabeza, y no es raro ver pasear por el mercado a señoras que las portan en la coronilla, no como decoración sino como alivio para la jaqueca. Tradicionalmente se le consumía como complemento alimenticio para mejorar la visión, cosa que la ciencia moderna ha logrado constatar al encontrar entre sus componentes carotenoides como la luteína que impiden que se deteriore la visión fina. No es casualidad que su color sea tan similar al de la zanahoria.
Atlixco es el mayor productor de cempasúchil en la República Mexicana. Cada año nuestros campos se pintan de naranja y comerciantes de los más alejados rincones se dan cita para participar en la feria que se lleva a cabo en el municipio desde los últimos días de octubre. Usualmente se siembra en almácigo a finales de junio y se trasplanta al campo el 22 de julio, para que esté listo para su cosecha antes de las celebraciones del día de muertos. La sequía del año pasado, sin embargo, no permitió que las flores abrieran a tiempo, por lo que muchos sembradíos se quedaron sin cosechar. Y este año, conscientes de las restricciones que habrá para acudir a los panteones y visitar los altares, se sembró muchísimo menos. Aún así, la mayor parte de la producción se quedó sin vender.
Como todas las culturas de la antigüedad, la prehispánica llevaba buena amistad con la muerte. Ya Fray Bernardino de Sahagún relata la tradición indígena, de la que esta flor forma parte esencial: sus pétalos se emplean para marcar el camino que ha de llevar a las almas de nuestros amados difuntos hasta el altar en el que año con año los esperamos, vestidos de papel picado y servidos de viandas y tentaciones de su antojo particular, no vaya a ser que se les ocurra irse a otro lado.
Las tradiciones son importantes y necesarias. Dan a nuestra vida raíz, sentido y esperanza, nos invitan a la reflexión y a la pertenencia. Por eso, en tiempos adversos en la historia de la humanidad, las tradiciones se celebran con mayor ímpetu. Pero no son inamovibles. Nacieron un día y evolucionan todo el tiempo. Al final, siendo una creación humana, nos pertenecen y podemos hacer con ellas lo que queramos. Cada familia, cada grupo humano va creando sus propias tradiciones, que permanecen sólo cuando hacen sentido. Hoy que la Humanidad pasa por tiempos difíciles, la celebración del día de muertos se enfrenta a la paradoja de ser necesaria y a la vez tan complicada que en algunos sitios es casi imposible.
Este año no iremos al panteón, no invitaremos a los vecinos a visitar nuestro altar, y sin embargo necesitamos más que nunca recordar a los que se fueron antes que nosotros. Pero los muertos no están en los panteones, sino en nuestros corazones. La palabra recordar tiene un hermoso origen etimológico: viene del sufijo re, “volver a”, y cordis, que significa corazón. Recordar es volver a pasar por el corazón, y eso sí que lo podemos hacer en cualquier momento: Erigir ahí nuestro altar y dar la bienvenida a los quereres pasados y presentes, celebrar la vida, la que fue y la que será, con el calor y la alegría del color del cempasúchil, que crece cuando le toca, aunque no se siembre ni se cocheche ni se venda ni se ofrezca.