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De San José y otros cetros.



Sé poco de huertas y poco de San José, pero he estado en ambos. En la huerta he experimentado con todos los sentidos y todos los elementos. Con San José viví sin que nadie me preguntara y su cetro me trajo cortita mucho tiempo. Pero bueno; empezaré desde el principio y trataré de irme rápido y ligerito para llegar al punto.


Las monjas de mi infancia estaban consagradas en la orden de San José de Lyon, en Francia. Llegaron a México en 1903 y yo pensaba que algunas de ellas pertenecían a la camada original. Pero no; había dos o tres muy muy viejitas y las demás eran nada más viejitas, sin lo muy muy, o sea, tenían más de 40 años. Rápidamente destaqué por hiperactiva; en primero de primaria me mandaban a buscar la engrapadora a la sección de secundaria y cuando regresaba me mandaban de nuevo para traer más grapas y unos gises de colores. No sabían qué hacer conmigo, me regañaban, me castigaban, me suspendían y yo empezaba a sospechar que era realmente pecadora. Para librarme de una suspensión de dos días, las monjas negociaban conmigo ir a unas breves paraliturgias que a mí me parecían eternas, a las que iban las más santas y buenas de la escuela (como mis hermanas), y yo para no ser castigada de nuevo.


La gracia me duró hasta terminar primaria. No me dieron inscripción para entrar a secundaria porque yo era un líder negativo, así que me fui un año con la promesa de volver regenerada y lista para ser un buen ejemplo y portar con dignidad el uniforme del colegio. Regresé con la ilusión de estar otra vez con mis amigas, sin embargo, año y medio después me volvieron a echar, avergonzadas por mi forma de ser. Así que me largué con un profundo resentimiento hacia las monjas, hacia Dios y de pasadita, hacia San José.


Muchos años después los cuestionamientos se hicieron más serios, la reflexión más profunda y la necesidad de sanar más urgente. Para entonces, se había inaugurado la Huerta San José con la creatividad, esfuerzo y arrojo de mi hermana mayor.


La Huerta tenía un gran letrero hecho con piedras de río que decía San José, además de algunas imágenes y estampas alegóricas del santo, pero eso no era muy relevante para mí. Sin embargo, su figura y su significado fueron teniendo presencia en mi conciencia cuando empecé el camino de reconstrucción de mi vida y mi espíritu.


Y la Huerta, más allá de su nombre, con el que pude reconciliarme, abrió las puertas de mi voluntad para recoger mi mente en el resguardo que ofrecen los rincones de este mágico lugar. Como el sendero ecológico donde lo silvestre convive con la seguridad de los límites; ahí mi mente ha viajado con mi niña interior; ¡la de juegos y aventuras que se me habrían ocurrido en ese paraíso a los 9 años! Y entonces, congratulada con mi infancia, dejo de ser pecadora y deja de importarme nada el cetro de nadie. Hoy agradezco a San José haber sido inspiración para mi hermana porque, como dije al principio, en su Huerta (la de ambos) he experimentado con todos los sentidos y todos los elementos y he sumado momentos maravillosos que han añadido felicidad a mi vida.





“Voilà c’que c’est, mon vieux Joseph”, así las cosas; en la Huerta San José yo me he perdido en los sonidos de la naturaleza para después encontrarme en su armonía. Qué bien concierta el canto de los grillos con el de las aves que se lleva el viento y provoca el aplauso de las hojas de los árboles. Entonces levanto la mirada y es difícil decidir dónde poner la atención; si en la silueta del paisaje lejano, en los colores del atardecer, o en la luna tempranera que se asoma. Esto provoca un largo suspiro; un profundo aspirar en el que se cuela, casi irreverente, el inconfundible aroma de la lavanda para exhalar agradecimiento honesto y emotivo. Y después a la mesa, como leíamos hace poco en letras de mi hermana, el deleite de los sabores y la convivencia. Degustar una fruta cortada del árbol que creció virgen, impoluto, libre de todo químico, a merced de la sabiduría de la naturaleza y, como bien ha dicho mi querida Sor Juana (que por cierto sí supo dedicar literatura al Cetro de José), bajo la mano culta que poda con conciencia para que la rama no robe sabor al fruto; brinda un placer grandioso, ya casi extinto para quien vive en la ciudad, tanto que dan ganas de llorar.



Nunca se sabe cuál será el camino que nos lleve a la paz espiritual. El mío ha sido empedrado y oscuro a ratos, ha tenido trayectos luminosos también y alegres. Pero confesando algo aún más íntimo, comparto con quien lea esto que mi hermana, con el amor de una madrina generosa, la sensibilidad de una artista, la diligencia y fortaleza de un ser humano valiente y la paciencia de una mujer protectora, ha sido facilitadora de un camino que puede compararse con el sendero bellamente delimitado por olivos que regalan al final el espacio ideal para que la privacidad del espíritu se expanda hacia el misterioso mundo de la fe. Es un privilegio poder ir a Huerta San José, disfrutar de todas sus maravillas y sentarse con toda libertad en ese mágico rincón a meditar y orar a quien yo quiera, a cualquier Dios, o a cualquier Buda, con cualquier cetro, con cualquier mantra, con cualquier Sutta; un edén para el retiro, una casa para el espíritu, un rincón para la fe, tierra para la vida, paisaje para el volcán, una terraza para el té, palomitas para la tarde y la risa, familia para el descanso y hasta una fuente para el travieso perro.


Gracias, Gra. Gracias, San José.

Paulina Gómez Fernández. Septiembre de 2020

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