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Césped, pasto, hierba... (Segunda Parte)



Habitualmente un jardín se inicia trasplantando bloques de pasto que se adquieren en forma de rollo y simplemente se colocan sobre la tierra preparada. Es frecuente que no exista esta preparación previa, y esto hace que su adaptación se dificulte, aunque realmente no requiere gran trabajo. Basta con tener una capa de tierra suelta con alto contenido de materia orgánica descompuesta, sobre la cual las raíces puedan crecer y alimentarse. La existencia de lombrices es muy conveniente para ello.


Habitualmente el pasto se adquiere en forma de rollo que se coloca sobre tierra preparada

En la huerta no quisimos gastar en comprar algo que pensábamos que teníamos en abundancia, así que, para el frente de la casa, decidimos ir simplemente trasplantando pequeños manojos que arrancábamos de los caminos con todo y raíz y colocábamos a cierta distancia sobre el área destinada al jardín. El resultado es que tardamos años, literalmente años, en obtener una superficie verde que probablemente nos hubiera llevado una semana si lo hubiéramos hecho como todo el mundo, acudiendo a un vivero y comprando rollos ya desarrollados. Pero no, teníamos que hacerlo a nuestra manera.

Nuestro suelo tenía el peor sustrato posible

Muy tarde nos dimos cuenta de que el suelo frente a la casa tenía el peor sustrato que hubiéramos podido conseguir: estaba formado básicamente por arena inorgánica, y apretado a más no poder a fuerza del paso de aplanadoras que consiguieron una superficie perfectamente recta y horizontal; el mejor obstáculo para que creciera cualquier cosa sobre ella. Así que, manojo por manojo que íbamos trasplantando, crecía muy poco y se secaba pronto. ¡Lo que es la ignorancia! Así fuimos aprendiendo casi todo, cometiendo errores.


Antes de notar que la composición del suelo era mala, notamos su dureza, y pensamos que podíamos ayudarle aflojando un poco la tierra. Lo intentamos con un bieldo, picoteando por todos lados, removiendo y revolviendo hasta que obtuvimos callos en las manos y dolor en brazos y espalda… pero nada más. La falta de materia orgánica hacía que la tierra volviera a apelmazarse en cuanto caían unas cuantas gotas de agua, y a craquelarse cuando ésta faltaba, lo cual sucedía casi de inmediato.


Persistimos en el afán de ir trasplantando puño a puño mechones de pasto arrancado de los alrededores, buscando aquellos que tenían extensiones prometedoras, como dendritas de neuronas, pensando que éstas arraigarían y permitirían que el suelo fuera cubriéndose. Para entonces ya había pasado más de un año, y nuestro jardín seguía siendo un terregal. Pero habíamos comenzado nuestro entrenamiento campirano y rural, y nos dimos cuenta de que no lograríamos nada si no mejorábamos antes el suelo. Se nos ocurrió entonces, sobre ese mismo pasto raquítico que habíamos ido trayendo, cubrir la superficie con tierra nueva, más rica que la que teníamos. ¿Que de dónde la obtuvimos? Bueno, simplemente buscamos en nuestro mismo terreno áreas lo suficientemente verdes para hacernos pensar que esa tierra era más fértil, lo cual se hallaba en los linderos de la huerta donde no se había cultivado nada con anterioridad. Rascamos y la trasladamos.


La primera capa fue insuficiente. Unas cuantas briznas verdes comenzaron a aparecer, pero en su mayoría no eran el pasto que queríamos sino tan solo hierbas silvestres que venían en el paquete.

No nos dimos por vencidos. Como ya teníamos composta, en cuanto se degradó por completo la primera que produjimos, la mezclamos con abono de borrego (que por aquí abunda porque mucha gente cría ganado casero) y aplicamos una capa gruesa. Era el final de la temporada de sequía, y los resultados no se vieron de inmediato. Llegó el verano y cayeron las lluvias. Entonces nuestro jardín despedía un amenazante aroma a mierda que alejaba a las visitas e invitaba a convivir a las moscas. Pero en cuestión de semanas, esa podredumbre fue poniéndose verde, y nuestro corazón también.


¡Cuidado! nos advirtieron entonces; la mayor parte de lo que ves son malas hierbas, y si las dejas crecer invadirán el pasto… Comenzó así la tarea de arrancarlas sistemática y pacientemente, pues nos negábamos (y nos seguimos negando) a usar herbicidas. Pero un día lo logramos. Ya no recuerdo cuántos años tomó lograr el jardín que hoy tenemos, pero el pasto está ahí para disfrute nuestro y de todos nuestros visitantes.



Sobre este jardín hemos celebrado bodas, aniversarios y fiestas de la lavanda. Desde él hemos disfrutado noches de luna llena y cielos estrellados. A él acudimos en busca del sol que caliente nuestros huesos en los días fríos y frente a él contemplamos los aguaceros que llenan de verdor el paisaje. Sentados en la terraza recibimos la visita de aves, mariposas, abejas, conejos y comadrejas. Nuestro pasto está lejos de ser perfecto, está tachonado aquí y allá por hierbas que en otros jardines serían consideradas indeseables, y luce agujeros de todo tipo, causados en general por la fauna que lo visita. No nos peleamos con nada de esto, pues no es más que señal de que tenemos un jardín vivo y diverso, donde la Naturaleza fluye a su ritmo y antojo. Y nosotros nos dejamos llevar, tendidos sobre la hierba.













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