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Cuando los árboles se caen.

Actualizado: 10 mar 2022



Cuando encontramos el lugar para Huerta San José, dos inmensos eucaliptos destacaban por sobre todo lo demás, ofreciéndose como el marco perfecto para nuestro amigo el volcán. Haciendo uso de la geometría aprendida en la escuela pudimos determinar su altura: ¡40 metros! Una belleza que se convirtió en el punto de partida para el diseño de paisaje. Siguió un año de trazos, decisiones, estudios de la trayectoria solar y otras mil consideraciones, y al fin llegamos a un plano a partir del cual construir el techo que nos albergaría. Un cinco de abril comenzamos a abrir la tierra y, siguiendo todas las tradiciones y costumbres que se nos recomendaron, iniciamos la cimentación del primer muro. La vista sería perfecta: el Popocatépetl anunciado por sus centinelas gigantes, recibiendo el sol desde el Oriente.


Quince días después, un rayo tiró el primer árbol. A la semana, el otro, entristecido y debilitado por la ausencia de su compañero, sucumbió ante un aironazo. Nuestra vista soñada estaba destinada a no ser.



Fue el primero de muchos, y todos nos duelen.



Hace unos años, siguiendo esta ancestral costumbre de roza y quema que algunos todavía usan por aquí, la paja candente voló hasta nuestro terreno y quemó una extensión del sendero ecológico que afortunadamente pudimos contener a tiempo, pero nos dejó tristes y pensativos. Los pastizales y la mayoría de las hierbas silvestres se recuperan pronto, pero los árboles tardan mucho más. La ceniza de aquel incendio quedó para alimentar la tierra, y de los troncos obtuvimos carbón para el asador.

Pero recuperar la flora y la fauna del área llevó más tiempo.


Los árboles se caen por el aire, por las tormentas, por los rayos, por que las tuzas se comen sus raíces, porque las plagas los matan… Los árboles se caen.


No todos sucumben al derrumbe. Una tormenta tiró dos casahuates resilientes que, ante la tragedia, decidieron volver a levantarse. Su tronco quedó extendido sobre la tierra, y seguramente una mínima parte de su raíz seguía en contacto con el alimento. Fue suficiente para que, ahí donde habían caído, desarrollaran nuevas raíces y produjeran ramas frescas, que crecieron en vertical y volvieron a llenarse de hojas y a florecer en el otoño, creando un rincón de sueño para la meditación.




Un gigante ficus tuvo un final diferente: un remolino lo retorció desde la base hasta que logró arrancarlo, dejando en el suelo la raíz desnuda. Era un árbol grande y la gravedad ganó la pelea, dejándolo caer sobre el techo de la perrera, con un susto de miedo para sus pobres habitantes.





Sólo fuimos conscientes del tamaño de aquel ficus cuando lo vimos tendido sobre el suelo. No había remedio para él, pero su tronco se convirtió en bases para las mesas que hasta hoy usamos para poner los alimentos a la hora de la comida.






Sus ramas forman parte de vallas y cercas, o han ido alimentando la fogata que por las noches soporta nuestros cantos desafinados. Parte de sus restos aún esperan destino secándose apilados al sol. Nada se desperdicia en Huerta San José, y jamás derribamos un árbol. Pero ver caer a uno siempre produce dolor.





Árboles, animales, personas y civilizaciones… todos caemos de vez en cuando. A veces la caída sólo deja un raspón, con frecuencia duele más la dignidad; pero muchas veces el derrumbe rompe alma y corazón.

Si tenemos suerte y decisión, nos podemos levantar y seguir. En otras ocasiones podremos producir ramas desde ahí donde quedamos tirados. Quizá alguna vez no habrá más remedio que alimentar el fuego, pero siempre dejaremos un pedazo de nosotros mismos que de algo servirá… aunque sólo sea para recordarnos que la vida sigue y que, ante las circunstancias, existe la libertad para elegir una actitud.


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