“A comer y a misa, una vez se avisa”, decía mi abuela.
Los domingos de mi infancia seguían un ritual que se respetaba más que la doctrina y la Constitución, y que pervive en la memoria como alimento perenne para el alma. En estos tiempos de sana distancia, de vernos a través de una pantalla, adivinar las sonrisas detrás de una mascarilla y abrazarnos con “emojis”, el corazón demanda la caricia de los recuerdos atesorados del pasado, y como este espacio es para compartir la esencia de la Huerta, y esa esencia tiene tanto que ver con el alimento espiritual, hoy les voy a platicar un poco desde la memoria.
Hablábamos sobre el ritual familiar de los domingos. “En aquellos tiempos”, uno se vestía de domingo desde temprano. Cumplida la obligación piadosa daba inicio la emoción anticipatoria de la convivencia con la parentela.
Para mí significaba esperar ansiosa a que mis abuelos pasaran por mí para ir al mercado de Xochimilco. En el Studebaker rojo de mi abuelo venían ya mis primos mayores peleando por el lugar junto a la ventana, del cual se olvidaban en cuanto yo empezaba a reclamarlo. Para mis ancestros, el domingo era día de “hacer el mandado”.
Los mercados son una experiencia sensorial absoluta. En mi mente era ahí donde morían los pollos y nacían los alimentos. El colorido de los puestos de fruta, el aroma de las hierbas de olor, mezclado con el tufo de la carne exhibida sobre un mostrador de hielo; el frío y la humedad del ambiente, el sonido de las voces cantarinas (“¡Llévelo, llévelo, marchantita!”) y el sabor de la tortilla recién hecha, acariciada por un aguacate criollo con todo y cáscara con que se nos premiaba el buen comportamiento al salir del establecimiento… Sin saberlo, estábamos siendo entrenados para la experiencia de la comensalidad.
Al llegar a casa de mis abuelos, y tras ayudar a trasladar las canastas de la compra a la cocina, la mañana era nuestra para jugar mientras mi abuela “guisaba” y el resto de la familia iba apareciendo poco a poco. Hasta que llegaba el momento de la mesa compartida. Entonces descubríamos que, como por arte de magia, una mesa había sido vestida con mantel limpio y vajilla dominguera (plato de arroz incluido) y el aroma de los platillos familiares nos invitaba a abandonar el jardín. Así es la infancia: las cosas suceden sin explicación. Luego crecemos y nos damos cuenta del trabajo que había detrás de ese milagro y comenzamos a apreciarlo.
Los niños comíamos libremente en una mesa de cocina en la que nuestras madres hacían la vista gorda ante las faltas de protocolo, los bocados que iban a dar a nuestros pies y los chícharos convertidos en misiles, mientras los adultos tomaban la botana y la copita antes de la comida.
Conforme íbamos ganando en edad, éramos admitidos a participar en esta otra parte del ritual que significaba poder escuchar las conversaciones de los mayores, generalmente consistentes en comentar los deportes pasados, presentes y futuros. Cada quién sus pasiones.
Cuando tuve necesidad de aprender a cocinar, acudí a mis antecesoras, como lo hemos hecho las mujeres desde que señoreábamos la cueva. Mi madre, mis tías y mi abuela fueron mis maestras en el arte de sazonar el jitomate hasta que se ponga chinito y poner la mesa como Dios manda. En nuestro caso, Dios mandaba que hubiera sopa aguada y sopa seca (costumbre que mi madre eliminó más tarde, en cumplimiento del afán por crear los propios rituales), un guisado más o menos elaborado y alguna ensalada sencilla que mi abuela nunca comía, porque “las hierbas son para las vacas”. Todo esto acompañado desde luego por pan blanco, agua para los niños, refresco y vino para los mayores, café obligatorio y postre optativo.
Recoger la mesa entre tantos nos llevaba aproximadamente treinta y cinco segundos, y los platos se mutaban en cartas que se jugaban hasta el anochecer entre risas y llantos, gritos y manotazos, todos llenos de cariño.
Decir familia es pensar en una mesa.
En la mesa se hace mucho más que alimentarse. En ella aprendemos a tomar correctamente los cubiertos, a probar nuevos sabores, a conversar y discutir, a escuchar, interactuar y conocer. La mesa nos humaniza (ningún otro animal come en una mesa), por eso llamamos mesa a los intercambios importantes de la vida. Hay mesa de comida, pero también mesa de discusión o de debate, mesa de cambio, mesa de negociación… cuando queremos compartir una preocupación hablamos de “ponerlo sobre la mesa”.
Hay temas que no se hablan en la mesa. Y no se trata necesariamente de tabúes ancestrales, sino de consideración hacia los demás: cuando estamos a la mesa queremos comer y convivir en paz. De una cultura a otra los códigos sociales cambian (en algunas culturas no deben nunca soltarse los cubiertos, en otras debemos dejarlos descansar sobre el plato…) pero todas ellas comparten una norma común: no incomodar al resto de los comensales. Por eso no se habla con la boca llena ni se señala con el tenedor.
En la mesa compartida vamos encontrando nuestra identidad. Reconocemos los sabores familiares y nos sabemos pertenecientes a un núcleo que comparte la misma receta; descubrimos a los paisanos y ubicamos la geografía de origen. En la mesa descubrí que soy Gómez Fernández, que soy mexicana y perteneciente al género humano; que me interesa la historia, la ecología y la música, que comparto con mis amigos la naturaleza inquisidora y la pasión por lo verde, y con mis hermanos la risa y el llanto mezclados en perfecto aderezo para ensalada.
Hablar de la huerta es hablar de comida: la cosecha de las guayabas y su transformación en mermelada, la siembra y cultivo del jitomate, la preparación de la tierra para la milpa, la ensalada preparada con los ingredientes de la hortaliza…
Agradecidos por la posibilidad de comer los alimentos que producimos, hoy nos entristece que en los últimos meses no hemos podido disfrutarlos en la mesa compartida. Este blog es una manera diferente de hacerlo. Gracias por seguir leyendo.